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En 1964, un Mini con el número 37 bajo el mando de Patrick -'Paddy'- Hopkirk, se volvía leyenda en el Rally de Montecarlo. Esta vez, el mundo se rindió ante uno de los utilitarios más emblemáticos, y no por su manejabilidad contra el tráfico de la ciudad, sino por sus cualidades deportivas en una de las pruebas más exigentes del mundo.

 

Desde ese año, el Mini se hizo gigante. Para siempre.

 

El equipo BMC acudía a la cita con tres Mini Cooper S, dotados de un modesto motor de 1.071 cc al que se le había podido extraer 90 CV, todo un logro para ese pequeño bloque de cuatro cilindros en línea, pero una broma contra los Mercedes 300 SE de seis cilindros o los Ford Falcon V8 de la competencia, por ejemplo. A los mandos, Patrick -'Paddy'- Hopkirk, Timo Mäkinen y Rauno Aaltonen.

 

Ese año había nevado bastante, por lo que el equipo se había esmerado en entrenar y en preparar el coche para esas circunstancias. En estas tareas, bajando y subiendo carreteras muy viradas, pronto se dieron cuenta de que el Mini era especialmente ágil en los descensos. Ya en carrera, esta circunstancia fue decisiva: con una correcta elección de neumáticos, Hopkirk empezó a ver cómo su bólido se desenvolvía en el Col de Turini (a 1.607 metros sobre el nivel del mar) mejor que bien, y cómo su pequeño tracción delantera plantaba cara a otros coches de mayor tamaño. Para colmo de bienes, aquel diablo rojo y negro con el número 37 supo escurrirse como nadie en el a lo largo del penúltimo stage, y su piloto, administrar la ventaja que iba obteniendo en las zonas más reviradas hasta cruzar la meta primero y con 17 segundos de ventaja sobre el Ford Falcon de Bo Ljungfeldt.



 

MINI se hizo gigante

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